Dsiculpar las incoherencias

No es nada extraordinario, ni docto, ni elaborado. Solo soy yo expresando mis ideas desde el planteamiento socrático de encontrar la plena conciencia de la ignorancia, para poder buscar la sabiduría. Por eso, me considero analfabeta; admito mi ineptitud en el campo de la prosa para poder entablar la búsqueda de mi erudición.

viernes, 19 de octubre de 2012

Relatos de un caballero: Primera parte

Ingresé violentamente a la habitación. El cerrojo de la puerta sufrió el corolario de mi angustia y desesperación. Todo era coartada para frustrarme y arrojar con ferocidad cualquier objeto y ser vivo a la superficie inferior de el lugar. La única forma de resumir todas mis emociones, era conformarlos en una sola expresión: Maldita. Era tan execrable lo que cometió en contra mía, de mis actos, de mis ilusiones, mis sacrificios. La silla del escritorio se sentía más calurosa, mis manos apretaban los extremos del asiento con fuerza. Ganas de hacer algo al respecto no faltaban en mis poco disimulados pensamientos. Me apetecía buscarla y decirle todo lo que mi furia y desesperación tenían para expresarle. Ya no pensaba en su curiosa mirada, su delicada voz y su cautivadora silueta. Meditaba en mi incredibilidad, no asemejaba la situación, era algo utópico para mí en ese lapso cronológico. Que venga Zeus, gobernador del monte Olimpo, y que su  recio rayo sea la justificación de la síntesis de mi existir.

Tal vez, fenecer no deba ser el veredicto de este periquete. Pero qué hacer cuando mi subconsciente dibuja las más hermosas y nostálgicas imágenes del amor que yo sentí durante mucho tiempo hacía ella. Esa mujer que era el propósito de mis delirios y suspiros, de mi creatividad, de mis cartas poemas. Poeta no soy, pero me disfrace de uno para ella muchas veces, la respuesta de mi habilidad en la lírica del verso es obviamente una catástrofe, pero era agradable para mí elaborarlos para crear, progresivamente, sonrisas en su rostro. Tenía una perfecta sonrisa, ando con la percepción de las féminas envidian su belleza; consciente soy de que hay mujeres que ocasionan más delirios en mis otros colegas varones, pero los míos solo eran representados por su risa, su cabello, su andar, su mirada, sus besos. Era una ocasión atípica haber culminado lo que una nuestras emociones y pensamientos.

La sinceridades es, definitivamente, algo que apodera mis vocablos y oraciones, aveces en exageración. Nunca cierro ni encubro lo que medito como correcto. Equivocarme puedo, pero mientras considere algo como cabal, será lo algo que con mi boca aceptaré y defenderé. Ahora eso me obliga a confesar que mi subconsciente dibuja su cuerpo desnudo. Acariciándose. Acariciándome. Fantaseo con sus senos, su cintura, sus nalgas. Recorren por mis recuerdos escenas donde poseo su cuerpo. Pasan como fotogramas, poses donde logro penetrar en su cuerpo. Ella lo gozaba siempre, lo sé. Sentía poder al saber que era el culpable de sus orgasmos. Verla encima mío, saltando y exclamando de placer, ver sus senos saltar, su cintura moverse de atrás hacia delante; me producía el éxtasis. Su sudor, sus gritos, sus movimientos, su cuerpo, me excitaba. Estas alucinaciones se dieron notar con una erección. La necesidad de tenerla encima mío, donde estaba sentado, se hizo inminente. La amaba, por eso deseaba su empalmar su cuerpo con el mío. Esa incito sexual de mi cuerpo me encaminó a la masturbación. Estaba agitado y lleno de rencor, solo pensaba en el coito y todos sus componentes. La soledad y el resentimiento fueron culpables de mi onanismo, y terminó conmigo sentado, enojado, mojado y avergonzado.

La energía usada me encaminó a el descanso. La luz estaba apagada, la ventana cerrada, el silencio imperioso y y la poderosa frigidez me obligaron a recurrir a la droga que más frecuentaba para abandonar los pensamientos y ausentar el ejercicio de mi capacidad receptora: Yacer. Dormir era la manera de pasar de la realidad a la nada. No era el alcohol mi necesidad próxima para delegar mis acciones, era entregarme a Morfeo y permanecer ahí hasta que el esclarecer me atine, y como la nada te cubre, todo acude más ágil.

Es peculiar que en las alucinaciones en mi permanencia en el vacío, vengan imágenes y movimientos eróticos de esa mujer en búsqueda de la satisfacción sexual compartida. Sentía su necesidad del éxtasis y solo en mi hallaba sus orgasmos. No era anormal que ella aparezca con trajes ceñidos donde sus senos y su cintura seducen mi visión y causan mi erección. Y siento la necesidad de aprovechar sus ganas de erotismo y procedo a tomar su cuerpo y volverlo mío; moviéndome con ella, saltando con ella, tocándola, jugando con la pasión, la ternura y la sexualidad. El aroma de su cabello esparcido por todo el cuarto de hotel, era sinónimo de mi felicidad y placer; ella era todo el significado de mi placer. Era frecuente como conclusión el cálido abrazo de nuestros cuerpos desnudos y reflejando el amor con los besos que más que placer, alegría y satisfacción provocaban.

Esta era la excepción. No era una ilusión erótica lo que gobernada en mi subconsciente. Apareció, después de una pantalla negra cubierta de agujeros blancos que se acercaban velozmente, una persona de edad avanzada, aproximadamente cincuenta o sesenta años. Aparentemente pertenecía a la fuerza militar; el saco verde oscuro, la camisa blanca, la corbata negra, las insignias que acreditaban su confianza laboral; no podía equivocarme, pertenecía a ese círculo armado. Caminaba, solo hacía eso, con los brazos atrás, atados como pose de descanso. Él seguía caminando, miraba a los alrededores; parecía un campo de entrenamiento. Llegó al espacio donde los cadetes entrenaban. Jóvenes recios y musculosos, con la cabeza trasquilada, moviéndose y ejercitándose; valores intrínsecos de las Fuerzas Armadas. Él los veía entrenar, no hablaba, solo los veía. Llegó a una pequeña cabaña, donde ningún alma había por el perímetro. Estaba eclipsado, era un ambiente muerto, se escuchaba ligeros chillidos. Se procedió a alumbrar el lugar, y se vio todo el panorama; estaba yo, sentado, amarrado, con un brazo sobre una mesa llena de agujeros y torceduras, como si algún leñador furioso la hubiera apuñalado por ser víctima de una infidelidad.

El militar se acercaba sosegadamente, con los brazos en la espalda, digno de un respetado miembro de las Fuerzas Armadas. Caminaba hacia la atacada mesa, donde me entraba aproximado, sentía su mirada, no llegué a presenciar su rostro, pero notaba su fijación hacia mí. Sacó un brazo de su espalda y lo introdujo en su bolsillo, la tuvo ahí un regular lapso de tiempo, yo solo lo veía, con la boca tapada, mi brazo derecho atado a la mesa. El miembro del cuerpo militar, dio un paso al frente, levantó su brazo lentamente y con un mediano cuchillo, procedió a incrustarlo en mi brazo, mis ojos se abrieron por el sentimiento de dolor, mi única reacción fue anhelar el grito, pero era ineficaz, ningún vocablo salía de mi boca; acercaba cada vez más el cuchillo hacia mi mano, veía la sangre derramarse de la mesa hacia el piso. Era un dolor inminente y repulsivo. Trataba con todas mis fuerzas mover mi brazo y alejarme del movimiento del cuchillo, pero fue inservible, la pequeña arma terminó por cortar a la mitad mi brazo con mi mano, con toda mi sangre derramada en el suelo.



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